jueves, 5 de mayo de 2011

JUEVES DE GLORIA

Lo que sucedió el pasado Jueves Santo nadie lo había previsto, y se apartó por completo del curso habitual de los acontecimientos. Todo el mundo sabe que la procesión de Jueves Santo no se celebró por primera vez en la historia de nuestro pueblo. Pero ...

Aunque era un asunto cantado viendo la dificultad insuperable que mostraban los elementos meteorológicos, unos pocos acudimos a la cita nocturna convenida. Fue imposible salir. Pero al volver a nuestras casas sabíamos que la forma de dar por finalizado el acto, que en realidad fue su no-celebración, había sido impropia. Sentíamos que algo había faltado: acaso unas palabras, quizá una oración, un cántico, una estrofa del miserere, algo que significara una muestra de respeto a los que acudieron y a los que se quedaban en la oscuridad del templo. Porque lo cierto fue que dejamos a los santos, que también llevaban esperando todo un año para salir en la procesión, mudos de estupor y desconcierto sin una palabra de ternura, sin un guiño de complicidad. La lluvia había conseguido el hecho inaudito en toda la historia de nuestro pueblo que alcanzábamos a recordar, que no saliera la carrera del Jueves Santo. Impotentes, y algunos renegando por no poder salir, volvíamos a casa.

Pero quien siempre había salido a recorrer las calles del poblado no estaba dispuesto a quedarse este año inmóvil clavado a su cruz, así que esta noche ha sido él quien ha salido por nosotros aprovechando el pretexto de la lluvia tal vez para ahorrarnos la explicación farragosa de por qué intentamos mantener en pie algunas manifestaciones públicas cuando hace tanto tiempo que apenas si creemos en lo que las dotan de sentido. Lo ha hecho sin que nadie lo ayudara, porque conoce como nadie el recorrido, las paradas, los cánticos, las calles y el corazón del pueblo. Y en efecto, le vimos prendiendo una a una todas las hogueras que estaban previstas y aún las que ya no se encienden porque en esta bocacalle ya no vive nadie, porque ya no me importan las procesiones, y consiguió el fenómeno increíble que estuvieran encendidas todas a la vez en un fuego que no se consumía, donde todas las luminarias dibujaban extasiadas la bóveda infinita de la sixtina en esta noche sin luna, donde se formaban arcoiris de gloria en esta noche de lluvia de un jueves santo histórico. Y era verdad, pues vimos colgadas de la noche con hilos invisibles, pero tan fuertes como para sostener el mundo, cientos de estrellas absolutamente geniales en este abril insólito, en esta noche preciosa donde las estrellas más potentes eran sus ojos que no lograba ocultar la lluvia, de forma que quedaban expuestas a su luz las encrucijadas de todos los corazones y abiertos de par en par los proyectos más íntimos. En el resplandor fabuloso de las hogueras se remarcaban los huecos más antiguos de todas las casas, se descubrían los rincones más olvidados, y en la puerta de cada casa vimos escritos los nombres de sus moradores desde la fundación del pueblo. Y al contraluz de las llamas y la lluvia se veía el perfil, desdibujado y en ocasiones contradictorio, de este pueblo que, en algunos momentos, parece que haya abdicado de sus raíces definitorias. Un pueblo que en la mañana de niebla de un invierno remoto perdió las campanadas del reloj de la torre que nos marcaban el rumbo de la existencia y aún no las ha encontrado; donde casi han desaparecido monaguillos y nazarenos y es muy posible que se pierdan sin remedio melodías litúrgicas como ya lo están celebraciones únicas. Un pueblo que si un día, que ojalá no llegue nunca, llegara a deshacerse de todo aquello que nos ha caracterizado, estaría abocado a un destino sin nombre: el anonimato.

Esta noche de lluvia y de fuego el Maestro ha salido a las calles no vestido de nazareno, sino tocado de capa blanca y bandera de luces. Con gran precisión organizaba a los nazarenos - que esta noche estaban los doce, y el cristo-, distribuía a los soldados romanos para que nos defendieran de los estragos de la noche, dirigía los cánticos, los toques de las cornetas y los redobles de los tambores. Y en pie, durante el recorrido por todas las calles del pueblo, -no sólo por las que pasan las procesiones-, escrutaba y resolvía en el silencio de la lluvia las dudas que siempre nos habían asediado, de modo que me llamó, ven amigo, me dijo, cómo está de cansado tu corazón que ya ni siquiera me pides fuerzas para soportar la vida, ni para intentar restablecer los puentes derruidos. Y no dejes de darle a tu nieto, me dijo, un beso de mi parte.

En el penúltimo compás, describiendo una pirueta fantástica, le vimos subir a lo alto del cerro y abajo estaba el pueblo despierto y perfilado de extremo a extremo por el rosario de las hogueras en una borrachera de luz y de lluvia. En medio de la noche bendijo y abrazó al pueblo, y sus lágrimas se confundían con esta lluvia de abril.

Para finalizar llamó, por su nombre y apellidos, a todos los que han cantado el miserere en la historia del pueblo, nos ordenó en el coro de gloria y a su señal cantamos la estrofa “Tunc acceptábis sacrifícium ....” que sonó redonda, solemne, triunfal.

No escuchamos toque alguno de silencio ni tronar de tambores porque en realidad él no había muerto pues vive una Pascua perenne en la que el Jueves Santo no es más que un recuerdo glorioso y la celebración festiva del amor, pues una explosión formidable de luz derrotó para siempre los argumentos de la muerte y aún en el extremo de la agonía alcanzamos a vislumbrar el universo entero cuajado de estrellas como nunca ninguno de nosotros antes había ni siquiera imaginado: era Pascua, y un aleluya sin final retumbó en la madrugada como anticipo feliz de la pascua perpetua.

En la despedida le oímos decir que aunque todo parezca que vaya a fallar y que lo que hemos conocido vaya a desparecer, yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos, porque la Pascua es hoy mismo, y a pesar de la lluvia y de todos los diluvios, en mi reino siempre es primavera y la compartiré con vosotros.

SANTIAGO IZQUIERDO